Dejando afuera las reflexiones acerca de la curiosa dualidad entre la necrófaga industria discográfica y la necrofilia del fan, los lanzamientos póstumos a veces permiten completar la imagen desenfocada del artista, como en este caso, o simplemente arañar un poco más el maltrecho bolsillo del consumidor (o ambas quizá).
Si este mismo año podíamos oír las maquetas que grababa Jeff Buckley en su dormitorio, compinchado con su compañero de grupo Gary Lucas (guitarrista de una de las ultimas formaciones de Captain Beefheart), ahora tenemos oportunidad de ver la etapa inmediatamente posterior de su carrera, documentada en el, entonces, exiguo Ep “Live at Sin-É”, ahora recuperado en una edición supravitaminada (convertido en un doble Cd con el añadido de un Dvd). Esta etapa constituye la temporada anterior a la grabación de su debut y que comienza tras la disolución del mencionado grupo de Lucas, Gods & Monsters, cuando se estableció como músico estable del café neoyorquino, Sin-É. Donde, debido a la mera necesidad de llenar el tiempo de su actuación, echaba mano, aparte de sus composiciones propias o en comandita con Lucas, a un puñado de versiones de muy diverso rango estilístico, dando pistas sobre la diversidad de influencias y la vasta cultura musical que atesoraba (rasgo en común con su progenitor) el malogrado artista.
Resulta curiosa la cantidad de referencias póstumas de Jeff Buckley que, sin llegar al expolio del legado Hendrix, se han ido sucediendo en un muy corto espacio de tiempo. Ya que prácticamente, a excepción de este Ep en su lanzamiento original, su Lp de debut “Grace”, algún single y un Ep posterior (“Live at the Bataclan”, en directo desde una sala parisina, justificado por el enorme aprecio que desde un principio mostraron a Jeff en el país vecino), todo el ancho de su catálogo es póstumo (y ya van unos cuantos discos).
?Eran todos estos lanzamientos necesarios? ¿Se hubiesen producido de seguir el músico con vida? No nos preocupemos de esto y aprovechemos la limitada, en volumen que no en calidad, herencia de uno de los artistas más personales de los 90. Dotado de unas cualidades musicales vastísimas, empezando por una voz amplísima, sobrenatural, espectacular sobre todo cuando recurre a los registros agudos (capaz incluso de “rozar” territorios relegados a las sopranos de colatura) y de una expresividad casi milagrosa. Aparte de este asidero primigenio que causa en el oyente una voz bien timbrada, hay que entrar a valorar al Buckley compositor, de una diversidad y una cantidad de recursos que no se han dado mucho estos últimos años y entrar sin más a por el Buckley resultado de todo esto: el creador. Es uno de esos escasos músicos, que utiliza la música popular (y no solo esta) como vehículo expresivo, y no como doctrina que debe perpetuarse (¿por qué? ¿para qué?) sostenida en unos modos y clichés repitiéndose ad eternum.
En las canciones de Buckley, en algunas de las suyas (las buenas) o de las que hace “suyas”, el alma del artista y la del oyente si éste tiene el valor de mirarse reflejado en el artista y acompañarlo en su salto al vacío sentimental, es transportada al lugar donde el peligro aguarda en forma de sonidos, donde el sonido te lleva a lugares que son recuerdos, buscando el refugio de roces perdidos y el consuelo de rostros desdibujados, un viaje que se promete plácido… hasta llegar al último fracaso, el que jamás nadie es capaz de detener, aun en la particular sala de proyección que es la memoria de cada uno. Entonces es arrojada, cual barco de papel en medio de maelstrom e incapaz de salir por sí misma, aún ofreciendo, tras la lujuria elemental desatada, un refugio de equilibrio oriental, ¿qué quizá indica la placidez de la muerte? como en “Grace” (la canción) con ese final tan suave, tras esos remolinos que producen las descargas eléctricas de la instrumentación anterior, o sin saber detener el flujo de sensaciones se precipita a un abismo de ruido blanco, como en “Eternal life”… o permanece ausente y velada, como en esas notas finales elevándose, cortadas antes de su finalización, como si pertenecieran a un eterno lamento, de su versión de Britten. Canciones para naufragios emocionales.
Entrando en los contenidos de esta doble edición, resulta revelador verle acometer algunas versiones, como ese “Night flight” zeppeliano, del primer disco del que el músico guarda recuerdos, regalo su padrastro, el “Physical Grafitti”. Su voz se ha comparado a la de Robert Plant y si bien algunas inflexiones vocales son muy similares (curiosamente, ambos cantantes son admiradores del milenario canto pakistaní qwaal y entre el amplio abanico estilístico que muestran las versiones de este disco, se incluye una de su máximo embajador, Nusrat Fateh Ali Khan, uno de los mayores ídolos de Jeff), en la voz de Jeff no observamos esa felina sexualidad del vocalista de los Zepp. Allí donde Plant es un súcubo exigiendo sexo, Jeff es un andrógino ángel implorando amor. Otra canción de la que se adueña perfectamente es del clásico de Johnny Mathis, “The twelfth of never”, un adelanto de cómo haría suyas con tanta facilidad canciones como “Hallellujah” o “Lilac wine”, que han tenido interpretaciones tan fascinantes como las de Leonard Cohen y John Cale o Nina Simone, respectivamente. Por cierto, ya que se menciona a la Simone, aquí se incluye otra versión de una canción de su repertorio, “If you knew”, una delicatessen salida de la pluma de la misma artista. Vuelvo a insistir en la libertad con la que interpreta este material, incluso más que libertad, habría que denominarlo naturalidad, por la facilidad que tiene la música para fluir de él y es capaz hasta de recrear la mágica atmósfera en la que se gestó el “Astral weeks” de Van Morrison, disco del que aquí acomete dos canciones: “Sweet thing” y “The way young lovers do”. Se trata de larguísimas versiones, quizá algo excesivas, pero que conservan esa capacidad de evocación de un tiempo fuera del tiempo, del refugio de la niñez o de aquellos días en los que la primavera se transforma en un cálido verano (a pesar de los grandes discos otoñales, o de recuerdos situándose desde el “septiembre de nuestras vidas”, de esos en los que se nota el peso del tiempo ya acaecido como si fuera mercurio, que ha grabado Morrison), que siempre he identificado con la música del irlandés, con el que su padre fue comparado, más allá de por ser grandes amantes de la música negra, por la sensación de espontaneidad que producen sus músicas.
También se acerca a otro de los referentes de su padre en la tripleta de canciones que acomete de Dylan (el músico más representado del álbum), aunque en mi opinión, las canciones de Dylan no le acogen, aun siendo mucho más que competentes versiones, tan bien como las de Morrison o Cohen. Otras de las versiones que se encuentran en el álbum, son “Drowning in my own tears” famosa por estar en el repertorio de Ray Charles, Etta James o Aretha Franklin, entre otros, “Calling you”, “Je n´en connais pas la fin” de la inmortal Piaf, la impresionante “Strange fruit” de Lady Day (de la que existía ya una versión menos cruda, mecida por un falsete que te hace pensar en estar escuchando a la misma Holiday, que acompaña un libro-disco italiano dedicado a versar la trayectoria del músico)… realmente lo importante es como se perciben las inmensas trazas de creador de Buckley a través del material ajeno que interpreta.
También, aquí encontramos las canciones propias que pasarían a formar parte de su único disco de estudio grabado en vida, incluyendo la canción de Cohen. Sorprende, pese al exiguo acompañamiento que suena en todo el álbum, lo cerca que están estas versiones de las versiones definitivas que grabaría en “Grace”. Desde ese acercamiento a la capacidad de mutabilidad, tanto rítmica como estructural, del jazz inserto en el rock de la época (que también había definido la música de su padre cuando dejó de ser un cantante folkie para adentrarse en su muy personal mundo) que supone “Mojo Pin”, conducida por los melismas de la voz de Buckley, a una “Grace” que suena ya muy viva sin los complejos arreglos de su versión en estudio. Destacan también la crudeza de “Eternal life”, que no llega a la crudeza decibélica de su version “eléctrica” en vivo, así como la más sencilla “Last goodbye”, donde se puede ver con más claridad el toque de “americana” que en la versión del álbum o la sombra de Dylan en la balada de potencial radiofónico “Lover you should´ve come over”.
Como avanzaba en las primeras líneas de esta crítica, poco importan las condiciones en las que haya aparecido este doble álbum, pues contiene muchos momentos de buena música que agradarán al aficionado. Al neófito en el personal mundo del músico, le sigo emplazando a la escucha de “Grace” como primera toma de contacto con Buckley.
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