martes, 20 de abril de 2010

EXILE ON MAIN STREET : NOBLEZA NEGRA

EXILE ON MAIN STREET : NOBLESSE NÉGRESSE

LA REPUBLICA INVISIBLE
Una de las cosas más inexplicables sobre América es que a pesar de tener un perfil detestable, sigue albergando mucha belleza. Quizá, como han dicho muchos pensadores, sea precisamente por su vileza o adversidad que tal belleza existe
(Leroy Jones)


Titanes broncíneos como Howlin´Wolf o Muddy Waters, cual príncipes en el destierro, se vengaron del hombre blanco con la sabiduría sinuosa de la serpiente, pervirtiendo con sus liturgias a unos famélicos y pálidos muchachos al otro lado del océano, en principio, receptáculos demasiado débiles para ser los depositarios de ancestrales latidos que ya eran viejos cuando el mundo no era más que un lóbrego y pútrido lodazal.

Al igual que en su día las tradiciones musicales europeas, acarreadas por los colonos en su periplo, dieron forma a los himnos evangelistas de los predicadores, estos salmos fueron alterados al ser imbuidos por las formas musicales y la profunda espiritualidad de los esclavos negros. Si la población protestante entonaba esos cantos religiosos con la esperanza de haber encontrado la tierra prometida, el paraíso judío de Canaán, las hercúleas voces negras los tiñeron de la melancolía propia de quien ha sido despojado de su hogar y ansia volver. Esto no se detuvo aquí, ya que las arcaicas músicas de los cautivos continuaron dispersándose por el firmamento musical como el latido de tambores en la jungla.

Que el enjambre musical negro tendiese lazos con Europa para posteriormente retornar, venía siendo un flujo continuo desde la prehistoria del jazz. Los inquietos expresionistas franceses habían adoptado el ragtime como una senda intuitiva y libre para saltarse el corsé que aprisionaba la música sinfónica. Empleado, en forma o en espíritu, por ilustres músicos como Debussy (“Golligow´s Cakewalk”) o Ravel (“Concierto para piano en sol”) que tan influyentes serian para los Aaron Copland o George Gerswhin del nuevo mundo. En el caso que nos ocupa, los estilos negros continuaron realizando ese itinerario inverso, tras partir de Estados Unidos a las ciudades portuarias de Inglaterra, donde los discos de blues, rock, country y góspel, amamantaron a toda la diáspora de formaciones británicas, que saltarían él charco en los sesenta, entre ellas los propios Rolling Stones. Que en 1972 reconquistaron América con un golpe de estado musical efectuado desde el viejo continente, desde esa distante amante que era Francia, como si fueran jazzmen exiliados. Los colonos podrían haber ganado la Guerra de la Independencia, pero estos satánicos súbditos de su graciosa majestad fueron quienes condensaron el espíritu y las raíces musicales del nuevo continente de una manera, tan absolutamente moderna como suspendida en la noche de los tiempos. Preñando su música del fervor protestante de una América más idealizada y soñada que vivida y la profunda y telúrica devoción de los esclavos negros.

Al igual que el personaje de Will More en “Arrebato”, Keith Richards mediatizaba el uso de la heroína para agitar algo en su interior. Una memoria genética suprimida. Un durmiente hereditario. Ambos buscan un recuerdo borroso, capturar una ensimismada y febril excitación infantil que tan certeramente se expresaba en aquel enajenado dialogo de la obra de Zulueta “¿cuánto tiempo te podías llegar a pasar mirando este cromo? Imposible saberlo, estabas en plena fuga, éxtasis, colgado en plena pausa ¡Arrebatado!” y proyectarla sobre su creación. Richards buscaba la América soñada por el cine y el rock & roll, idealizada desde los grises barrios londinenses desde su niñez, vestido con el traje de cowboy de Roy Rodgers y escuchando los discos de jazz de su abuelo. O los elepés de rock & roll y blues que iniciaron su amistad con un desconocido Mick Jagger al identificarlo mediante estos discos como un miembro de la secreta cofradía de los adoradores de la sweet black music. La América extraña y oculta de los personajes que protagonizan la portada del mismo “Exile”. Depurar la percepción mediante el desarreglo de los sentidos que preconizaba William Blake. Expandiendo la consciencia, emergiendo de entre los vapores de los opiáceos. Nunca el empleo de la heroína como catalizador artístico había causado efectos tan eufóricos. La misma droga devoradora de inocencia que en manos de la Velvet Underground y los Stooges había puesto fin a la ensoñación de los sesenta, en las venas de los Stones insufla de vehemencia músicas aun más vetustas que chisporrotean con la energía necesaria como para estimular el hipocampo de un superviviente de las Dust Bowls y revivir los sonidos de su época de forma completamente contemporánea y ancestral a la par. Jamás las reverberaciones internas producidas por el veneno más evasivo y aislante de todos había provocado trepidaciones tan expansivas. Mismamente, compárese la atmosfera insalubre, el despertar del velo onírico de los narcóticos, del disco inmediatamente anterior (“Sticky Fingers”), cuyo epitome pueda ser la psicofonía alcaloide de “Sister Morphine”, con el ambiente de exaltación anfetaminica del “Exile”.

Exiliados en la patria de Boris Vian, Keith, este trasunto británico de Django Reinhardt, cultivo la anarquía y el ennui como motores creativos. Si el estilo de vida del resto de los Stones era babilónico, realmente exiliados del resto de los mortales, ausentes de cualquier resquicio mundano y no únicamente aislados del fisco y las fuerzas del orden británicas. Apartados incluso de ellos mismos con Jagger perdido entre la jet set internacional de la mano de Bianca Perez y esperando su primer hijo con ella, un Mick Taylor descontento con su papel en el seno del grupo y con Watts y Wyman ausentes en gran parte de las sesiones preparatorias. Desde luego esto no era una comuna hippie dedicada a la búsqueda del duende colectivo mediante improvisaciones a lo Grateful Dead. Richards, que parecía actuar con la misma negligencia, simplemente buscaba. Como un maestro zen, examinaba como capturar un estado de ánimo mediante olvidar en el proceso su objetivo. Sabiendo que la entropía es el verdadero estado natural del cosmos, se dejo abrazar por las fuerzas del caos, escudriñando en ellas con intencionada espontaneidad. Si bajo su dirección, el grupo se convierte en un Lope de Aguirre en busca de su El Dorado, Keith Richards era el poeta toxico que había robado el fuego a los dioses para guiarles en el trayecto. Asimismo, el chaman que purifica el veneno (la heroína) y lo devuelve en forma de agua de vida, suerte de especia Melanie.

Sus antenas musicales estaban sintonizadas en el antiguo cauce primordial, sito en una marisma emponzoñada que aúlla electrificada al contacto con los elementos gaseosos del exterior, aquel en el que se baña la pendulante oscilación cadenciosa que contrae y dilata el espacio tiempo de la lectura del propio “Satisfaction” de Otis Redding, en el que se sumerge el Miles Davis de los revolucionarios “In a Silent Way” y “Bitches Brew” buceando en la repetición y los pulsos rítmicos intermitentes de la tradición africana, huyendo de cualquier concepción musical occidental. “Exile On Main Street” es un disco que contiene formas reconocibles de distintos géneros. Un paisaje volcánico que erupciona un magma sonoro formado por vetustos estilos tradicionales. Pero ante todo es un disco de rock & roll. Más aun que un estilo musical concreto, es una vibración que nos arroja a la prehistoria de los sentidos. De donde brotan los miedos más primordiales del descendiente del homo habilis. El recuerdo ciego de la oscuridad en la que éramos cazados que retienen nuestras células más lejanas. La reminiscencia fragmentaria de aciagos evos cuando el astro era una pulsante ciénaga que palpitaba, retumbando con el eco de tenebrosas fuerzas primigenias. Este disco hiede a sexo, sudor, anfetamina, mandíbulas desencajadas, narcóticos, frenesí, bacanal, alcohol. A cualquier cosa que nos ayude a pasar la noche, a todo lo que nos haga más fuertes.

Como el mismo Dylan o Harry Smith, Keith poseía un conocimiento profundo de la música americana de principios del siglo XX. Sabía que gran parte del encanto que desprendían aquellas canciones reside en su fuerza interpretativa, ¿cómo podía un privilegiado como el ponerse en la piel de aquellos músicos? ¿cómo podía sentir como aquellos que habían experimentado la carestía? Situándose en medio de la vorágine, creando un entorno hostil y decadente, que simulase aquella desorientación que se abatía sobre unas gentes que se sentían extraviadas ante una sociedad que se metamorfosea vertiginosamente impulsada por los avances tecnológicos e industriales, gentes que cantan a un pasado idealizado entre neblinas románticas. Bruscos cambios en el paisaje social que también propician la aparición de ideologías radicales, suprimiendo individualidades para alcanzar un hipotético destino colectivo glorioso, doctrinas como la de los nazis que se acuartelaron en Villa Nellcôte. Habitada ahora por quienes sus primeros recuerdos infantiles aparecen entre los escombros de una Inglaterra derruida por los sistemáticos bombardeos alemanes.

“Ser natural es la más artificial de las poses” sostenía Oscar Wilde. La inmediatez y la espontaneidad se oponen a los procesos de mediación necesarios para grabar un disco. Se exige el concurso de la voluntad y el conocimiento. Wilde también dejo el aserto “He puesto todo mi genio en mi vida; en mis obras sólo he puesto mi talento”. En “Exile” estas categorías son inseparables. Para atrapar un estado de ánimo autoinducido que bascula entre una disposición del espíritu de abrazar la alegría de vivir y la desesperación de aferrarse con tanta fuerza que las uñas sangran y se parten asidas al más mísero halito de vida, se necesita inocular de energía la materia inerte, insuflar de aliento vital el espectro sonoro. La depuración sonora era tal, el método usado estaba tan finamente destilado que todo detalle o arreglo, y el disco está repleto de ellos, están empleados con una maestría que aunque niega rotundamente el azar, no obstante, parecen fruto de este. Capturar la magia virginal de la primera vez mediante un uso sabio y quizá más presciente que lúcido, de una grabación caótica que evita rutinas y lugares comunes para cazar y capturar la chispa primordial. Posteriormente, esas grabaciones fueron retocadas en los estudios Sunset Sound de Los Angeles, buscando mantener incólume esa sensación de sonido verite más que de grabación profesional para que al escucharlo prevalezca un efecto de work in progress similar al que recorre el film “One Plus One”, la colaboración de los Stones junto a Godard. Las técnicas cinematográficas de un documental empleadas en un disco de rock.
El paralelismo trazado entre esta obra magna y las “Cintas del Sotano” de Dylan, con sus evidentes puntos en común (formato doble, sensación de improvisación colectiva, lo artesanal y casero de su grabación y del mismo equipamiento en que fue registrado) ha oscurecido las virtudes intrínsecas de la metodología stoniana empleada en la elaboración de este elepé. Que tiene más que ver con la forma a lo grabación estilo jazz de un grupo de rock tal como los Stooges encararon la grabación de su fundamental “Fun House” con Don Galucci, mezclado con la cinematográfico del método, editando y montando horas y horas de improvisaciones, de Teo Macero en los discos eléctricos de Miles Davis.

Hay una escena en “Wattstax” film que documenta el festival del mismo nombre que la discográfica Stax organizo el agosto del 72 en Los Ángeles tras los disturbios raciales en el barrio de Watts, que siempre me ha impresionado sobremanera. Las Emotions, aquel delicioso trío de pop-soul, interpretan el himno góspel ”Peace Be Still” en una pequeña iglesia parroquial. No están cantando para un público blanco, pero tampoco unicamente lo están dedicando a su comunidad, sus cómplices. Están ofreciendo su canto para ellas mismas, buscando una fisura en el silencio que ahuyente la oscuridad. Durante su actuación se suceden escenas de histerismo, incluso una mujer es retirada del auditorio al provocársele un episodio epiléptico. La misma música va creciendo como el rugido de una tempestad, finalizando en un paroxístico clímax. Como si despertasen de un sueño, como si estuvieran cantando solas. No puede baremarse la importancia que para la desarraigada comunidad negra, una población a la que en el nuevo mundo se le despojo de cualquier libertad o posesión, pudo tener la música. Esas canciones son todo lo que tenían. El ultimo lazo con los reflejos dorados de África. No se puede expresar el valor de su único tesoro, pero si puede experimentarse escuchando su obra. Si los blancos conquistaron sus cuerpos, ellos incautaron sus almas. Desde el exilio. Desde el “Exile on Main Street” de sus negras majestades. Del mismo fluido cardinal esta regado el disco de los Stones.

CINTAS EN EL SOTANO
Me he apoyado en los accidentes durante toda mi vida
(Keith Richards)


No fueron pocos los convidados a las sesiones que tuvieron lugar en el chateau de Villa Nellcôte, arrendado a nombre de Keith, quien se instalo allí con su pareja, Anita Pallenberg y el hijo de ambos, Marlon. Aunque varía su número según la fuente, más de setenta personas habitaban diariamente en la mansión y muchas más se pasaron por allí. Aparte del numeroso sequito del grupo, desde miembros de la realeza del rock como John Lennon y Yoko Ono, escritores beat como William Burroughs o Terry Southern, el gemelo toxico de Richards, Gram Parsons que trocaba lecciones magistrales de música sureña por drogas y oropeles hasta que se le expulso por su comportamiento, sin olvidar camellos, yonkis legendarios y gorrones que darían lecciones al cuñado de Popeye. Como unas colonias veraniegas organizadas por Tod Browning. Los Stones se encerraban con su peculiar mundo, olvidando el que habitaban el grueso común de los mortales. Empezando las intempestivas sesiones a principios de julio del 71 en un ambiente de disipación y jolgorio: miembros del grupo que faltaba a las sesiones, instrumentos intercambiados o algún músico de apoyo al no encontrarse el Stone pertinente, escapadas a Montecarlo para jugar en sus casinos, un Richards enganchadísimo usando la heroína como red, lanzándola a ciegas entre el éter donde viven las canciones, otros toxicómanos menos celebres que se enrollaban los cables del micro para inyectarse heroína, incidentes envueltos en la leyenda como el incendio provocado por un cocinero despistado o el robo de varias guitarras de Keith y el episodio final protagonizado por la gendarmería francesa irrumpiendo en la mansión, alarmada por las visitas continuas de buscados traficantes a la villa. Poniendo fin a la estancia de los Stones en el periplo francés en octubre del mismo año.

De allí saltarían a Los Ángeles (estudios Sunset Sound Recorders) no solo para mezclar y retocar, sino también para grabar alguna canción directamente allí; “Loving cup” (estrenada en el famoso concierto en Hyde Park del 69), “Torn and frayed”, y “Sweet Black Angel”.
Además aprovecharon para introducir todas las partes de piano y teclados, de lo que se encargaron Dr John y Billy Preston, salvo las partes de Nicky Hopkins que venían en su gran mayoría de Francia; otro hecho ocurrido allí es la inclusión de todos los coros con “aire gospel”. De estos coros se encargaron Clydie King (una de las dos presuntas esposas secretas de Bob Dylan que parece que le dio dos hijos al de Duluth), Venetta Field y Jesse Kirkland. Los coros fueron inspirados tras una visita de Mick y Preston a una iglesia evangélica.

También puede que se presentaran casi todos los músicos de sesión de L.A., pero ahí es imposible saber quien metió qué porque seguramente ni el propio Richards lo sepa. Casi todas las canciones se retocaron en mayor o menor medida (“Casino Boogie” parece que es de las pocas que se dejaron tal como se grabó en Nellcôte). “Rocks Off”, “Rip this joint”, “Shake your hips”, “Shine a light” y “Ventilator Blues” fueron las más modificadas.

Para terminar de facilitar las cosas, algunos temas provienen de sesiones anteriores: “Shine a light” son de la época de los Olympic Studios (de “Beggars Banquet” y “Let It Bleed”), y en “Sweet Virginia” ya se trabajó previamente, tanto en los Olympic Studios como en las sesiones del “Sticky Fingers”. Algunas de estas grabaciones y bases se emplearon para las mezclas del “Exile On Main Street”.

La atípica producción de Jimmy Miller, como si los Stones “tocaran dentro de un huracán”, se hace patente desde el inicio con “Rocks Off”. El oyente tiene la sensación de estar situado en el vórtice de un maelstrom sonoro por donde se derraman oleadas de instrumentos, de manera aparentemente deslavazada pero sin que nada quede al azar o se extravíe en el torbellino sónico. En piezas rítmicas como la mencionada, “Turd on the Run”, “Rip this Joint” (la pieza de ritmo más acelerado de los Stones hasta el momento) o su hipnótica recreación rockabilly del “Shake Your Hips” de Slim Harpo que parece registrado por Sam Philips en los estudios Sun, uno tiene la sensación de estar escuchando la música atravesando el campo electromagnético de un acelerador de partículas, que saturase de electricidad esas canciones, tal es la manera tan intensa en que se nos muestra la energía cruzando través de ellas. El ciclotrón se detiene en la vacilona “Casino Boogie” que nos permite apreciar cristalinamente otro elemento muy presente en el álbum: los dúos entre Jagger y Richards, que jamás ha vuelto a tener un papel tan preponderante en las lides vocales. En prácticamente todas las canciones, la nasal voz de Keith dobla las voces de Jagger. El efecto, cuando se perciben sendas voces cantando a la par, es inauditamente armonioso. Incluso cuando suenan deliciosamente desafinadas como esos desdentados coros de “Sweet Virginia”. Y cuando suenan disparejas, son como electrones chisporroteando brío entusiasta y rítmico sobre la estructura atómica de la canción. La caradura indolente con que Richards entona en “Happy” contrasta con la sensación de euforia que contagia la escucha de una canción que no podía llevar un titulo más ajustado.
Si la influencia de la cosmic american music de Gram Parsons se encuentra presente en “Sweet Virginia” o “Torn & Frayed”, los ecos añejos de otra obsesión de Richards, el mitológico Robert Johnson, se perciben en la agudeza metálica de la voz de Jagger en el blues sucio y arrastrado de “Ventilator Blues”. Nunca se tomaron el country con la misma seriedad que el blues, lo cual les permite moldearlo más irreverentemente con gotas de calypso en el country blues de “Sweet Black Angel”. En “Exile” cualquier sonido, por desmadejado que parezca aislado, es incluido con un propósito que se hace evidente al escuchar el conjunto, incluso el empleo de los silencios, como esa espaciada sincopa de la batería de Watts en “Shine a Light” que parece retener los latidos del corazón del oyente con la misma habilidad que empleaba Moe Tucker en “Heroin”. No hay que olvidar que Mick Jagger reconoce el haber intentado anteriormente calcar el sonido de la Velvet ya en “Stray Cat Blues”. La instrumentación empleada es situada en lugares inéditos pero que no resultan en absoluto desubicados. Lo mismo puede decirse respecto a los estilos empleados en el álbum, difuminados sus límites hasta confundirse, fundirse en un único barro primordial. Valga el ejemplo de “Loving Cup”, tema al que es difícil de encasillar en un estilo concreto y que lleva ese insolito (por el contexto) arreglo de steel drum incrustado. O como siendo los estilemas más reconocibles del soul los más grandes ausentes de la obra, la presencia de este estilo atraviesa como un halito espectral todo el disco. Y las virtudes curativas del góspel se desprendan de canciones como “Shine a Light” o en esa milagrosa manera de utilizar los metales, acelerando tu estructura molecular hasta el éxtasis o como fanfarrias fantasmales que llevan tu alma por ancestrales caminos como en “Let it Loose”. Un anti “Let it be” con un sonido similar al del tercer disco de la Velvet (considerado por algunos velvetianos como su disco “soul”) que se inicia con unos toques de mellotrón y el sonido de la guitarra pasada por un amplificador Leslie. Vertebrado sobre la guitarra eminentemente rítmica de Richards, engarzando con su manera habitual sus muros de alquitrán rítmico, amputados por los ruidos parasitarios de sus riffs afilados como cuchillas de afeitar y la batería de un magnifico Watts, a la que se sobrepone los latigazos de la ferrosa voz de Jagger (que nunca ha vuelto a estar tan soberbio como aquí). En todo el “Exile” nos parece observar un polvoriento reflejo, vestido con harapos y jirones, de un pasado intuido más que experimentado. Una sensación de deja vu distorsionada. A lo que ayuda una sensación, oculta entre capas de espontaneidad, de un artesanal y complejo detallismo sonoro que subyace tras la inercia que parece ser la fuerza principal empleada. Como si cada vez que escuchásemos el álbum los Stones lo volviesen a grabar ante nuestros oídos.
Pese a que recepción por parte de público y crítica no fue la esperada a la obra que cerraba la tetralogía que unos Stones en vena que habían iniciado con “Beggars Banquet” y continuada por “Let It Bleed” y “Sticky Fingers”, el tiempo ha confirmado la poderosa influencia de este disco. Otros dobles álbumes que conjugan una añoranza jubilosa al poder del rock con una intención enciclopédica respecto a este como “London Calling” o “Being There” tienen en el doble de los Stones su pariente de mayor grado de consanguineidad. Incluso el disco de versiones de Nick Cave, el fabuloso “Kicking Against the Pricks” tiene mucho más concomitancias en “Exile” que con el “Pin Ups” de Bowie. Y qué decir de Tom Waits a partir de “Swordfishtrombones” ya predicho por la cabalgata de huesos emponzoñados y de vetustos instrumentos fantasmales, tejidos como en una absurda colaboración entre Harry Patch y el Buñuel de la etapa mexicana de “I Just Want to See His Face”, o en su insólita producción donde la humedad del sótano donde fue grabado se cuela a través de los micros dando forma a ese sonido fangoso que caracteriza al disco. No es casualidad que si los reyes del rock artie querían grabar su propia versión del “White Album” de los Beatles, los Pussy Galore de Jon Spencer, cuya única intención era asesinar el rock y sentarse a regodearse encima de su cadáver, tuvieran en los Stones del “Exile” el más ejemplar manual de instrucciones. Pero ante todo, “Exile on Main Street” es un disco seminal por que abarca la historia del rock, a la vez que influiría sobre su futuro. Una obra donde se puede apreciar el pasado proyectando su sombra sobre el infinito

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un artículo muy interesante. Pero no es Charlie Watts quien toca la batería en "Shine a Light", sino Jimmy Miller. Era por tocar los huevos no más.

Travis Brickle dijo...

Nada hombre, gracias por la corrección.

Pollomike dijo...

Nobleza baturra,como puedes ver.

Francisca dijo...

Te invito a conocer mi blog de ilustraciones y textos breves http://mandamientosdementira.blogspot.com/
Saludos!
Pan